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El hombre de la campana o la novela de Caibarién

El hombre de la campana o la novela de Caibarién

Escribir sobre El hombre de la campana me pone en el dilema de escoger entre la identificación con el libro que se produce en todo habitante de Caibarién al autorreconocerse en los personajes, sitios y situaciones narradas en esta, la primera novela de Rogelio Menéndez Gallo, o referirme a los valores que pudieran aportarle universalidad y, por tanto, atraerle otros públicos. Imposibilitada de separar ambos intereses por una limitación genética que tenemos los nacidos en esta orilla de la costa norte del centro de Cuba, que nos obliga a creernos habitantes del lugar más importante del planeta, me referiré a ambos aspectos de esta obra del llamado “padre de la jodeosofía”.

Primero intentaré definir esa ciencia que Menéndez Gallo se inventó para dar sustento teórico a su humor, imprescindible en cada una de sus obras con todos los componentes que le son inherentes: desde la sonrisa socarrona hasta la más sonora carcajada, pasando por el choteo; eso sí, “con sustancia”, pues dicen, no sin razón, que los cubanos nos reímos de nuestras propias desgracias, pero bien que las pensamos y de algún modo risueño y optimista las enfrentamos y resolvemos.

Así escribe Gallo; como buen profesor de Historia, sus novelas tienen una clara ubicación temporal con un delineado entorno socio-económico-político, aún cuando no lo parezca; en esta se habla de la década del treinta del siglo XX, y de la situación revolucionaria que caracterizó esa época en Cuba; con un riguroso conocimiento del ambiente.

tomada de flickr.comUn joven pintor, de nombre Lázaro Carlos Darío Rojas que vive en un pequeño pueblo pesquero, sufre repentinamente una temible enfermedad, la lepra, que desata una reacción absurda de parte de un detestable funcionario y su secuaz, quienes lo obligan a portar una campana de la que no podrá prescindir en ninguna circunstancia. Aun así, la sucesión de peripecias, donde no faltan el humor y hasta el erotismo, muestra la fuerza moral del artista y de sus verdaderos amigos que contrasta con los intereses politiqueros y la corrupción del funcionario.

A veces siento que el protagonista y su drama, son solo el pretexto para volcar en letra impresa ese pintoresco Caibarién que habitó el autor hasta sus años juveniles y del que sigue enamorado hasta hoy aunque tenga una vida a solo siete kilómetros en la vecina villa de San Juan de los Remedios. Pero, atrapada en la lectura, descubro que si bien menciona, describe, narra, sobre Caibarién y su gente (como en el caso de Castillo, el médico de los pobres), la trama trasciende lo local para ubicarse en cualquier pueblo del interior de cualquier país de América Latina o el Caribe, con ese ambiente medio macondiano que los caracteriza. En resumen, aprovechó bien el caldo de cultivo que le ofreció su sitio natal para ponerlo en función de la obra. Y, dato curioso para el lector; hay un tal Guajigallo en la obra que trae una asociación al autor pues, al parecer, no pudo sustraerse al deseo de ser parte de ella.

Debo aclarar que aún cuando esta sea la primera novela de Rogelio Menéndez Gallo, llegó en una etapa madura de su vida y de su creación literaria, pues ya era conocido, premiado y publicado por volúmenes de cuentos con semejantes características formales. Ahora llegará a las bibliotecas públicas de Remedios y Caibarién en una edición "doméstica" que al menos permitirá conocerla en tanto recibe la gracia editorial. Para abundar en motivaciones y entorno creativo, tomo palabras del autor:

Rogelio Menéndez Gallo, Caibarién“Me interesaban los años treinta: lucha contra la tiranía machadista y posterior al 1933 (hasta el 1940). Época poco abordada por la literatura cubana. Investigué pues sobre la situación económica, política, social y cultural de Caibarién en el período. Acopié anécdotas y personajes destacados, hechos insólitos, leyendas…Y solo entonces comencé a escribir El hombre de la Campana, en mis vacaciones del verano de 1985. Odisea agravada por el hecho de que yo trabajaba por entonces, nuevamente, como profesor de preuniversitario; y el profesor es quizás el único trabajador que convierte la casa en prolongación del centro laboral. De modo que la ayuda de Cronos, tiene que ser mayor para el novelista que para el cuentista, y si es profesor, necesita un extra”.

Después de su jubilación laboral, llegaron otras ocho novelas, en tropel que hace pensar que venían madurándose sin poder llevarse a textos y que cuajaron aceleradamente una vez que el ocio vino a “darle una mano” a Cronos.

A mi juicio, literariamente hablando, esta no es su mejor novela; pero es un buen adelanto de lo que vino después; bien escrita, interesante, breve, sazonada de “jodeosofía”, crítica y nada pesimista, es además, para los coterráneos de Menéndez Gallo, la novela de Caibarién. El lector dirá la última palabra.

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