Arena en la mar cangrejera
Aquí propongo a mis amigos un cuento de Rogelio Menéndez Gallo, escritor de Caibarién aplatanado en Remedios, alguien de quien quizás muy pronto contaré más, porque bien lo merece.
ARENA EN LA MAR CANGREJERA
Rogelio Menéndez Gallo
Orzé.
En mi vida, que ya sobrepasa el medio siglo hace rato, había visto tanta arena junta volando por encima de la mar. Era octubre del año diecipico de este siglo XX anormal de guerras chiquitas y grandes y mundiales, pero ninguna contra el azote del hambre. El peor de todos los azotes.
Dí más cabo a la vela y la embarcación, mi cachucha pesquera, cabeceó las olas arenosas, rellenas de piedra y sal.
El viento se levantó terroso de igual modo y se metía coqueto en la nariz hasta los mismos pulmones. Ladinamente. Como las jaibas en el Farallón del Muerto. Allí donde yo solía hacer el amor cuando se presentaba la ocasión. Una ocasión nombrada Sirena. La Sirena más linda del mundo.
Eché un vistazo al cielo negro, sentado con sus nalgas tiznadas sobre el horizonte. Allá donde se acababa la mar. Más abajo, las nubes leprosas corrían como putas perseguidas por la policía—para cobrarle el impuesto personal, claro está--, a guarecerse en el amplio mostrador de la cayería de Guárana, tan lampiño de lomas como abundante en manglares.
”El Guao” gobernado por mí, como patrón y grumete al mismo tiempo, metía y sacaba la proa del agua entrando en la bahía de Caibarién. Venía cargado con buena marea de pargos y la línea de flotación apenas se veía. Ya podía distinguir en la distancia, entre la arenilla que flotaba delante de la cachucha, desde los cuartos de tablas hasta las patas mojadas de los destartalados muelles del puerto pesquero.
Detrás, la sombra de los bohíos de techos de guano que cubre el barrio de pescadores y sirve de refugio y excusado a los cangrejos, a las garzas y gaviotas.
Vino a mi mente el interior de cada una de las casa llenas de andrajos y miserias repartidas. El único reparto de Dios en más de un siglo. Y me pareció escuchar la música proveniente del traganikel cercano de la cantina de Teodora, la matrona del bayú donde las ladillas se multiplicaban y saltaban mortificonas de cuerpo en cuerpo. O tal vez, por qué no, del no menos cercano y bullanguero Yaclú, exclusivo de la jay, donde la gente se tiraba el peo más alto que el culo, pero también con pendejeras ladillentas.
Y sin ton ni son. O debido al aguardiente, empecé a reírme de los apodos que se albergaban en el barrio y que pasaban de generación en generación cual títulos nobiliarios. Y recorrí mentalmente a los Mediopejes y a los Sardinitas y a los Cangrejones y los Langosticas y a los Bocaejaibas. Reí también de mi título, por supuesto. Los Viejoloros. Porque yo vengo a ser Pedro Viejoloro VI. Y reí, decía, hasta del nombrete del señor Alcalde Municipal: Yeyo Matraca, porque en Caibarién, ya sea con relación a la mar o no, cada cual cuenta con un alias como los delincuentes.
Y al parecer me quedé dormido, o en duermevela, o atontado de una pedrada. O qué sé yo lo que me pasó…
Y entonces sentí como un sabor arenoso en la lengua, que comenzó a desbaratarse increíblemente en partículas de piedras que salían disparadas por mi boca, agresivas contra el mundo. Y conté solo mentalmente, ya sin poder decir cien muertos por hambre y epidemias, coño. Y miles de muertos más, tanto en la guerra como en la paz. ¡Millones de muertos, cojones, paren esta hambruna, esta masacre mundial!
Y el rostro sin lengua desapareció del sueño mientras vomitaba lodo y sal y piedras y muelas enormes sin raíces. Y gritó escandalosamente al final del vomito:
¡HASTA CUÁNDO CARAJO ESTA EPIDEMIA DE MIERDA QUE NOS VIENE DE TAN LEJOS!
Y yo quedé entonces como el pescado en cubierta, tieso, pero con los ojos abiertos. Sintiendo como por mis venas corría algo así como arenilla que luego brotaba por mis poros en chorros. Corriendo igual que el arroyo de Cayo Fragoso, que como casi todo entre el litoral y la cayería es propiedad de don Sabino. Se trataba de algo similar al volcán nacido y explotado en el barrio Chiguete.
Un volcán de arenas a colores, que no se prendía en los pulmones como las jaibas en el Farallón del Muerto. Allá donde yo hacía el amor con la Sirena de la Canal de los Barcos.
---Tomado de la revista literaria “Con la Mies en Parvas”. Abril de l972.